Quinto año en el Jardín de Senderos que se Bifurcan

Jorge Luis Borges es uno de los autores más destacados, no solo de nuestro país, sino de toda la historia literaria. Su legado, reconocido en todo el mundo, perdurará en las páginas inmortales de la literatura.

Resulta asombroso, entonces, que los ecos de este gran autor resuenen con tanta fuerza en San Rafael. La cercanía de “Georgie” se vuelve palpable en este vasto departamento, donde se levanta el homenaje más hermoso que podría recibir un escritor: el Laberinto. Este jardín de senderos que se bifurcan se emplaza en la Finca Los Álamos. Y allí nos dirigimos.

Las actividades comenzaron, como debía ser, con una inmersión en el laberinto. Algunos nos perdimos, otros encontraron la salida con rapidez. Mientras unos recorrían los mismos senderos una y otra vez, otros observaban desde la cima de la torre a María Kodama.

Quienes superaron el desafío se encontraron con un cajón repleto de obras de Borges, una invitación a adentrarse en su bibliografía. Volaron entonces las páginas de La casa de Asterión, El poema de los dones, El fin, entre otras. Las palabras de Jorge Luis se entrelazaban en ese enigmático bosque que nos acogía amablemente.

Cuando los libros se cerraron, se abrió un espacio de diálogo y, bajo el generoso sol de junio, compartimos mates y charlas, con el laberinto como guardián.

Es lindo imaginar que “Georgie” fue consciente de aquella cálida mañana. Quizá se emocionó cuando Juan Andrés propuso leer en voz alta uno de sus cuentos, o tal vez sonrió al ver a César alejarse para leer en soledad, mientras Valentina se sumergía en El Aleph. Me gusta pensar que los observaba a todos y a cada uno.

Al final, eso buscan los poetas: ser leídos. Y puedo asegurarles, amigos, que Borges fue profundamente leído aquella mañana